jueves, 9 de abril de 2015

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Vómito de tierra seca.

Adentro,
entraña de seda.


En medio,
garganta atenazada.


Como de piedra.

El tiempo gira la esquina.
Que equivocado está..


Se dobla o se tuerce.

Trágame y luego,
hazme volver.


Entera y nueva.



domingo, 5 de abril de 2015

Narciso nunca escribió un te quiero en sus poemas


Azucena deshojaba flores incansable, un día tras otro. Sentada en un banco de su jardín, miraba los parterres y elegía su objetivo, acompañada siempre de su gata. Vivía allí desde que estaba en aquella casa.
De hecho, ni recordaba si Luna vagaba por el jardín antes que ella. Había olvidado tantas cosas, lugares, nombres. Caras que se emborronaban cuando venían a su memoria las personas, la persona, él.
Cuantos recuerdos que se habían marchado. Algunos se fueron solos, otros los echó ella. Pero todavía le quedaban unos cuantos, ahí, repartidos en cajoncitos bien clasificados: dolorosos, dulces, amargos, de los que hacían llorar o reir. Los calurosos. Los sexuales, tan húmedos... y los de amor.


En el jardín había colores de sobra. Entre el verde, pegados a la tierra oscura y húmeda que cada mañana, después del café sin azucar, pisaba descalza sintiendo el frío que la terminaba de despertar. Un gran roble  majestuoso presidía el centro del jardín y cada día lo rodeaba, dándo tres vueltas aun incomprensibles para ella, pero rituales en su mañana. Para terminar abrazándolo. A pesar de las rosas que vivían con él.

Paseaba, miraba y elegía.

A veces eran margaritas silvestres, que crecían entre la maleza, pero que se negaba a arrancar.
Porque daban mucho juego y ya las conocía. Siempre salía no. Pura matemática y maldito Fibonacci.
De hojas grandes y albas, siempre había una, esperándola en especial para los lunes, cuando ella sabía que podría engañarla, aunque no supiera nada de números.


Junto al muro del fondo, había un seto grandísimo de adelfas de todos los colores, al que normalmente ni se acercaba. Lo había dejado crecer sin preocupación, ácido prúsico que la tentaba en ocasiones.
Ni siquiera Luna las olisqueaba, era su instinto. Solo las cochinillas y los pulgones se alimentaban con avidez de su savia fresca y sabrosa para ellos.


En el rincón mas sombrío crecían las hortensias en un gran macizo, azules recordando al cielo, poderosas flores férreas, con infinitos pétalos, imposibles de deshojar si ese día Azucena tenía prisa por saber. Porque allí el frío le calaba los huesos.

También estaba el estanque, de agua oscura e insondable, pero lleno de color. Eran los nenúfares, que enraizaban en el limo del fondo y surgían cada primavera del barro, como esculpidos perfectos flotando entre el verde de las enormes hojas y el agua putrefacta, que nunca se renovaba, pero tampoco se evaporaba.
Y aquellos lirios, que no sabía como habían llegado alli, y que a pesar de su belleza eran invasores del agua y que Azucena se esforzaba por arrancar sin mucho éxito... como intentaba eliminar de su corazón aquella herida del que había conseguido entrar y que se reproducía cada mañana al abrir los ojos.

Después de pasear por todo el jardín, llegaba hasta el nogal, su nogal. Su tatarabuelo lo había plantado haciendo oídos sordos a su mala fama como árbol de mala suerte y ella, sin escuchar a Perséfone, se sentaba a su sombra. Daba igual, todos los días le dolían los huesos y sospechaba que jamás volvería a volar.

Arrancaba una de rama de espliego y allí, rodeada de nueces caídas, comía sus flores. De una en una las ponía delicadamente entre sus labios...si, no, si, no, si, no, y masticaba el dulzor. Cuando daba con la flor amarga se acababa la cuenta de síes y noes. Y volvía a la casa.

Nunca supo si Narciso la amó de verdad. Sí, se lo decía...te quiero. Pero jamás lo escribió en sus poemas para ella, para Azucena. Y solo quedó, entre tantas flores el eco condenado en el reflejo del estanque y la espada de sus palabras clavada en su alma.


Imagen de internet