Abrió los ojos de repente. Todavía en
esa frontera entre el sueño y lo real, miró el despertador...Tic,
tac, tic, tac, caminando sin cansancio hacia la hora después de,
de...
-Maldita sea! Llego tarde!
No podía perder el tren. Tenía el
pasaje desde hacía días, pinchado en el corcho de su cocina, y lo
contemplaba cada vez que se sentaba a soñar despierta delante de un
plato de lo que fuera aquello que comía, porque todo le sabía
igual, daba lo mismo lo que pusiera en él, todo le sabia a sueño en
la boca.
Tenía la mochila preparada desde la
semana anterior, esperándola al lado de la puerta. La veía cada vez
que entraba y salía de su casa y también parecía que la mochila la
mirase cada vez que pasaba, incluso le susurraba...cuando nos vamos?
Así que se ducho rápidamente, se
vistió con la ropa que había dejado en la silla y salió a la calle
con el pelo mojado aun y con unas gotas de perfume fresco de mar,
salió corriendo. Vivía cerca de la estación, le encantaba pasear
por ella en medio de ese hormiguero en ebullición de gente que viene
y va, alegrías y tristezas de encuentros y despedidas, sentarse sola
en un banco y ver a la gente pasar, nada mas.
Esta vez iba a ser ella la que tomara
el tren. Por fin. Con el billete en la mano, subió y buscó su
asiento... Genial !!
Se sentó junto a la ventanilla y
cuando empezó a moverse, miró y se despidió de las hormigas...miró
los railes correr y los árboles pasar, miró hacia adentro y cerró
los ojos...y comenzó a escuchar el mar cada vez mas cerca y a
saborear su sueño con mas fuerza.
Con el sabor del mar ya en la punta de
la lengua y ese olor tan especial que recordaba desde pequeña,
volvió a despertar por segunda vez en el mismo día. Esta vez no se
sobresaltó.
Recordaba haber hablado con una abuela
que viajaba en el asiento frente a ella -que divertida contando
historias de su nieto-, y con un chico joven que leía a su lado una
novela y comentaron -Que pesadas se me hicieron a mi las primeras
cien páginas- También se acercó... al vagón restaurante a tomar
una cerveza -le gustaba helada- y estuvo comentando un buen rato con
el camarero...coincidieron en una cosa, los trenes habían perdido el
encanto de antaño...
Aquellos viejos expresos con
compartimentos donde podía crearse un pequeño mundo si querías.
Los viajes en coche-cama, maravillosa aventura para cualquier niño,
llena de seres extraordinarios si mirabas por la ventanilla al
anochecer. Las carreras por los pasillos sin que a nadie le
molestara... La velocidad había hecho perder todo eso. La velocidad
de la vida y la del tren. Los viajes duran poco, sobra prisa y falta
tiempo. Y nos da miedo hablar con desconocidos.
Tenía ese defecto, según su
ex-marido, hablaba con todo el mundo, en cualquier parte, de
cualquier cosa...ya callarás alguna vez, que con todos tienes que
hablar...bla, bla, bla. ¿Defecto? De esa manera se había encontrado
por primera vez con su sueño.
El tren estaba entrando en la estación
de destino y el viaje se le había hecho corto, tan corto, que tenía
la sensación de no haber salido todavía
Se desperezó en su asiento, estirando
los brazos hasta que le sonaron todos los huesos, y cargó la escueta
mochila a su espalda.
¿Para qué más? bastante equipaje
llevaba ya...y había llegado la hora de desprenderse de bastantes
cosas, y de recuerdos también, que no son cosas, pero pesaban como
piedras en su bolsillo.
Aunque en el mismo momento en que pisó
el andén, todos vinieron de golpe, como si la recibieran en la
estación, y no le daban la bienvenida precisamente.
Era todo aquel tiempo que quería dejar
atrás, que le atronaban en la cabeza, como algarabía de patio de
colegio a la hora de la salida. Porque era como si lo escuchara, como
si lo viviera de nuevo.
-A ver, calma Ana María. Ya estás de
nuevo aquí, dónde querías estar y de dónde no hubieras querido
salir jamás -Se dijo a si misma...y respiró hondo.
Su padre había sido un gran hombre de
negocios, respetado y querido en toda Barcelona. Su madre, como casi
todas las madres de aquella época, había dejado de trabajar desde
el mismo momento en que se ennovió con aquel apuesto caballerete,
repeinado con gomina y de trajes un tanto ridículos.
Nunca faltaba un sombrero en su cabeza
y un bastón, que aunque no necesitaba, le daba ese porte de hombre
importante y algo mas de seguridad en si mismo.
De su madre poco contaré, pues murió
al poco de nacer Ana, un 29 de febrero. Solo que fue una mujer bella,
muy bella. Aún le quedaba a ella algún vago recuerdo de su olor,
del tacto de su piel y alguna fotografía ajada dónde aparecía
siempre del brazo de su padre, nunca sola. Y siempre de un lado para
otro de la casona junto a la playa, siempre ocupada en algo, a pesar
de que tenían servicio.
Al poco tiempo de morir María, su
padre se volvió a casar, por conveniencia de negocios, cosa común
también en aquellos años, con la única mujer que quiso cargar
durante un tiempo con una hija que no era suya. Que distinta era a su
madre. Pero incluso guardaba algún buen recuerdo de aquella mujer.
Las mañanas en la playa, con todo el equipaje de rigor para pasar el
día. Las cestas con la comida, la bebida, las sombrillas, las sillas
y la mesa y la retahíla de gente que se ocupaba de montarlo todo
para que la señora estuviera cómoda.
Por aquel tiempo, también se habían
dedicado a viajar bastante, por toda España, incluso Europa. Siempre
en tren, en aquellos trenes que a Ana María tanto le fascinaban. En
su memoria permanecía intacta la playa de Biarritz y el Hotel du
Palais.
Cuando Ana María empezó a hacerse
mayor, los negocios de su padre comenzaron a ir de mal en peor. El
ambiente en la vieja casona ya no era agradable. Su padre, a ella le
daba esa sensación, había envejecido muchos años de repente. Poco
estaba en casa, siempre fuera. Ni siquiera con su madre postiza
estaba a gusto. Parecía que la sobraba ya aquella adolescente un
tanto respondona, que llegaba tarde a menudo a la hora de cenar y que
prefería salir con sus amigos a la playa en lugar de estar con ella.
Llegó un momento en que Ana María se
hizo un tanto molesta para la familia y fué entonces cuando su padre
decidió casarla, si, casarla, con un señorito madrileño de familia
bien, dueños de una fábrica de tintes en el barrio de Tetuan y de
una quinta donde vivían en Chamartin.
Ella lo aceptó resignada, la
convivencia en aquella casona de indianos junto a la playa, tan
querida por ella, se había vuelto imposible. La obligaban a alejarse
de su mar, de su aire, de su sal. Y con cuatro maletas y un baúl, y
una mucama que la asistía, marchó a Madrid. Se la llevaron.
Los años siguientes Ana se limitó a
dejar pasar los días, los meses, los trenes, la vida. Fiestas,
viajes, amantes, viajes, fiestas, amantes...sexo, drogas, muchos
boleros y Dom Perignon. No recordaba felicidad en el salón de
baile. Intentos de nada, fracasos en todo y vías muertas. Y mucha
melancolía y añoranza.
A cada paso que daba hacia la salida de
la estación de su destino, mas se acercaba al comienzo de todo, del
principio de sus días, de su origen, de su sal, del mar.
Su padre se arruinó gracias a sus
tejemanejes, y a sus contactos y sus padrinos, irónicamente aquellos
que le encumbraron y que luego le dieron la puñalada por la espalda,
dejándole solo sin una peseta y sin reputación que valiera. Aquel
sombrero y el bastón que había llevado con tanto orgullo, porque no
quedó mucho mas, se los llevó su amigo Charly. Y así murió, solo,
pues su segunda mujer lo había abandonado hacía mucho tiempo,
llevándose su tajada como todos los demás. Su hija no había vuelto
a verle desde que marchó fuera de Barcelona y ni siquiera supo de su
muerte en su momento.
Un día, de esos escasos que salía a
pasear por Madrid, casi obligada y colgada del brazo de su marido,
mas que nada por las apariencias y para dejarse ver por los
murmuradores de portales y esquinas... pasaron por delante de un
local que antaño fue una mercería y tienda de lanas. Habían puesto
una agencia inmobiliaria muy llamativa y lujosa, con muchas
fotografías de casas embargadas en el escaparate y dos muchachos
trajeados, bastante atractivos y dispuestos a ganarse su comisión
con una gran sonrisa en la boca.
Ana se paró delante del escaparate y
pese a los refunfuños de Gabriel, su marido, miró atentamente todas
las fotos, una por una y se atrevió a decirle, muy nerviosa:
-Calla!! Déjame que mire, es un
momento... esta casona... es la mia!
Al ver a la pareja, uno de los
comerciales salió fuera de la tienda y se dirigió a Ana:
-Buenos días, ¿puedo ayudarla en algo
señora?
Mientras tanto, un exasperado Gabriel
gritaba:
-Vamonos ya!! tenemos prisa, hablas con
todo el mundo...que más te dará a ti esa casa!!
Ella ya se había soltado del brazo de
su marido y estaba dentro de la inmobiliaria. Gabriel se alejó y
entró en la cafetería de la esquina. Allí se quedó.
Poco le costó decidirse. Era su amada
casona junto al mar. Incluso reconoció las cortinas del ventanal que
asomaba al sol cada mañana. El vendedor le contó la historia de
porqué estaba allí su fotografía. -Era lo único que había
quedado, embargado por el banco y ahora a la venta, de su antiguo
dueño.
Se había encontrado con todo lo que
añoraba inconscientemente desde que salió de Barcelona. Con su
sueño. Le costó un mes divorciarse, alquiló un pequeño
apartamento en Atocha hasta que pudo formalizar la compra de la
casona y el resto, el viaje.
-Ana María, ya estás, ya has
llegado-.Ya estaba ahí. Corrió por el paseo, abrió la cancela del
jardín, ahora salvaje. Corrió una vez mas por el breve camino
empedrado hasta las escaleras llenas de musgo. Subió de dos en dos
los peldaños, tiró la mochila y metió la llave para reencontrarse
con su sueño.
Descorrió las cortinas polvorientas
del ventanal, se sentó y de nuevo cerró los ojos. Ahora no dejaría
la vida pasar, la viviría, sin mas.
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