martes, 10 de febrero de 2015

No pierdas tu tren


Abrió los ojos de repente. Todavía en esa frontera entre el sueño y lo real, miró el despertador...Tic, tac, tic, tac, caminando sin cansancio hacia la hora después de, de...


-Maldita sea! Llego tarde!



No podía perder el tren. Tenía el pasaje desde hacía días, pinchado en el corcho de su cocina, y lo contemplaba cada vez que se sentaba a soñar despierta delante de un plato de lo que fuera aquello que comía, porque todo le sabía igual, daba lo mismo lo que pusiera en él, todo le sabia a sueño en la boca.



Tenía la mochila preparada desde la semana anterior, esperándola al lado de la puerta. La veía cada vez que entraba y salía de su casa y también parecía que la mochila la mirase cada vez que pasaba, incluso le susurraba...cuando nos vamos?



Así que se ducho rápidamente, se vistió con la ropa que había dejado en la silla y salió a la calle con el pelo mojado aun y con unas gotas de perfume fresco de mar, salió corriendo. Vivía cerca de la estación, le encantaba pasear por ella en medio de ese hormiguero en ebullición de gente que viene y va, alegrías y tristezas de encuentros y despedidas, sentarse sola en un banco y ver a la gente pasar, nada mas.



Esta vez iba a ser ella la que tomara el tren. Por fin. Con el billete en la mano, subió y buscó su asiento... Genial !!



Se sentó junto a la ventanilla y cuando empezó a moverse, miró y se despidió de las hormigas...miró los railes correr y los árboles pasar, miró hacia adentro y cerró los ojos...y comenzó a escuchar el mar cada vez mas cerca y a saborear su sueño con mas fuerza.



Con el sabor del mar ya en la punta de la lengua y ese olor tan especial que recordaba desde pequeña, volvió a despertar por segunda vez en el mismo día. Esta vez no se sobresaltó.



Recordaba haber hablado con una abuela que viajaba en el asiento frente a ella -que divertida contando historias de su nieto-, y con un chico joven que leía a su lado una novela y comentaron -Que pesadas se me hicieron a mi las primeras cien páginas- También se acercó... al vagón restaurante a tomar una cerveza -le gustaba helada- y estuvo comentando un buen rato con el camarero...coincidieron en una cosa, los trenes habían perdido el encanto de antaño...



Aquellos viejos expresos con compartimentos donde podía crearse un pequeño mundo si querías. Los viajes en coche-cama, maravillosa aventura para cualquier niño, llena de seres extraordinarios si mirabas por la ventanilla al anochecer. Las carreras por los pasillos sin que a nadie le molestara... La velocidad había hecho perder todo eso. La velocidad de la vida y la del tren. Los viajes duran poco, sobra prisa y falta tiempo. Y nos da miedo hablar con desconocidos.



Tenía ese defecto, según su ex-marido, hablaba con todo el mundo, en cualquier parte, de cualquier cosa...ya callarás alguna vez, que con todos tienes que hablar...bla, bla, bla. ¿Defecto? De esa manera se había encontrado por primera vez con su sueño.



El tren estaba entrando en la estación de destino y el viaje se le había hecho corto, tan corto, que tenía la sensación de no haber salido todavía



Se desperezó en su asiento, estirando los brazos hasta que le sonaron todos los huesos, y cargó la escueta mochila a su espalda.

¿Para qué más? bastante equipaje llevaba ya...y había llegado la hora de desprenderse de bastantes cosas, y de recuerdos también, que no son cosas, pero pesaban como piedras en su bolsillo.



Aunque en el mismo momento en que pisó el andén, todos vinieron de golpe, como si la recibieran en la estación, y no le daban la bienvenida precisamente.



Era todo aquel tiempo que quería dejar atrás, que le atronaban en la cabeza, como algarabía de patio de colegio a la hora de la salida. Porque era como si lo escuchara, como si lo viviera de nuevo.



-A ver, calma Ana María. Ya estás de nuevo aquí, dónde querías estar y de dónde no hubieras querido salir jamás -Se dijo a si misma...y respiró hondo.



Su padre había sido un gran hombre de negocios, respetado y querido en toda Barcelona. Su madre, como casi todas las madres de aquella época, había dejado de trabajar desde el mismo momento en que se ennovió con aquel apuesto caballerete, repeinado con gomina y de trajes un tanto ridículos.

Nunca faltaba un sombrero en su cabeza y un bastón, que aunque no necesitaba, le daba ese porte de hombre importante y algo mas de seguridad en si mismo.



De su madre poco contaré, pues murió al poco de nacer Ana, un 29 de febrero. Solo que fue una mujer bella, muy bella. Aún le quedaba a ella algún vago recuerdo de su olor, del tacto de su piel y alguna fotografía ajada dónde aparecía siempre del brazo de su padre, nunca sola. Y siempre de un lado para otro de la casona junto a la playa, siempre ocupada en algo, a pesar de que tenían servicio.



Al poco tiempo de morir María, su padre se volvió a casar, por conveniencia de negocios, cosa común también en aquellos años, con la única mujer que quiso cargar durante un tiempo con una hija que no era suya. Que distinta era a su madre. Pero incluso guardaba algún buen recuerdo de aquella mujer. Las mañanas en la playa, con todo el equipaje de rigor para pasar el día. Las cestas con la comida, la bebida, las sombrillas, las sillas y la mesa y la retahíla de gente que se ocupaba de montarlo todo para que la señora estuviera cómoda.



Por aquel tiempo, también se habían dedicado a viajar bastante, por toda España, incluso Europa. Siempre en tren, en aquellos trenes que a Ana María tanto le fascinaban. En su memoria permanecía intacta la playa de Biarritz y el Hotel du Palais.



Cuando Ana María empezó a hacerse mayor, los negocios de su padre comenzaron a ir de mal en peor. El ambiente en la vieja casona ya no era agradable. Su padre, a ella le daba esa sensación, había envejecido muchos años de repente. Poco estaba en casa, siempre fuera. Ni siquiera con su madre postiza estaba a gusto. Parecía que la sobraba ya aquella adolescente un tanto respondona, que llegaba tarde a menudo a la hora de cenar y que prefería salir con sus amigos a la playa en lugar de estar con ella.



Llegó un momento en que Ana María se hizo un tanto molesta para la familia y fué entonces cuando su padre decidió casarla, si, casarla, con un señorito madrileño de familia bien, dueños de una fábrica de tintes en el barrio de Tetuan y de una quinta donde vivían en Chamartin.



Ella lo aceptó resignada, la convivencia en aquella casona de indianos junto a la playa, tan querida por ella, se había vuelto imposible. La obligaban a alejarse de su mar, de su aire, de su sal. Y con cuatro maletas y un baúl, y una mucama que la asistía, marchó a Madrid. Se la llevaron.



Los años siguientes Ana se limitó a dejar pasar los días, los meses, los trenes, la vida. Fiestas, viajes, amantes, viajes, fiestas, amantes...sexo, drogas, muchos boleros y Dom Perignon. No recordaba felicidad en el salón de baile. Intentos de nada, fracasos en todo y vías muertas. Y mucha melancolía y añoranza.



A cada paso que daba hacia la salida de la estación de su destino, mas se acercaba al comienzo de todo, del principio de sus días, de su origen, de su sal, del mar.



Su padre se arruinó gracias a sus tejemanejes, y a sus contactos y sus padrinos, irónicamente aquellos que le encumbraron y que luego le dieron la puñalada por la espalda, dejándole solo sin una peseta y sin reputación que valiera. Aquel sombrero y el bastón que había llevado con tanto orgullo, porque no quedó mucho mas, se los llevó su amigo Charly. Y así murió, solo, pues su segunda mujer lo había abandonado hacía mucho tiempo, llevándose su tajada como todos los demás. Su hija no había vuelto a verle desde que marchó fuera de Barcelona y ni siquiera supo de su muerte en su momento.



Un día, de esos escasos que salía a pasear por Madrid, casi obligada y colgada del brazo de su marido, mas que nada por las apariencias y para dejarse ver por los murmuradores de portales y esquinas... pasaron por delante de un local que antaño fue una mercería y tienda de lanas. Habían puesto una agencia inmobiliaria muy llamativa y lujosa, con muchas fotografías de casas embargadas en el escaparate y dos muchachos trajeados, bastante atractivos y dispuestos a ganarse su comisión con una gran sonrisa en la boca.



Ana se paró delante del escaparate y pese a los refunfuños de Gabriel, su marido, miró atentamente todas las fotos, una por una y se atrevió a decirle, muy nerviosa:

-Calla!! Déjame que mire, es un momento... esta casona... es la mia!

Al ver a la pareja, uno de los comerciales salió fuera de la tienda y se dirigió a Ana:

-Buenos días, ¿puedo ayudarla en algo señora?

Mientras tanto, un exasperado Gabriel gritaba:

-Vamonos ya!! tenemos prisa, hablas con todo el mundo...que más te dará a ti esa casa!!



Ella ya se había soltado del brazo de su marido y estaba dentro de la inmobiliaria. Gabriel se alejó y entró en la cafetería de la esquina. Allí se quedó.



Poco le costó decidirse. Era su amada casona junto al mar. Incluso reconoció las cortinas del ventanal que asomaba al sol cada mañana. El vendedor le contó la historia de porqué estaba allí su fotografía. -Era lo único que había quedado, embargado por el banco y ahora a la venta, de su antiguo dueño.



Se había encontrado con todo lo que añoraba inconscientemente desde que salió de Barcelona. Con su sueño. Le costó un mes divorciarse, alquiló un pequeño apartamento en Atocha hasta que pudo formalizar la compra de la casona y el resto, el viaje.



-Ana María, ya estás, ya has llegado-.Ya estaba ahí. Corrió por el paseo, abrió la cancela del jardín, ahora salvaje. Corrió una vez mas por el breve camino empedrado hasta las escaleras llenas de musgo. Subió de dos en dos los peldaños, tiró la mochila y metió la llave para reencontrarse con su sueño.



Descorrió las cortinas polvorientas del ventanal, se sentó y de nuevo cerró los ojos. Ahora no dejaría la vida pasar, la viviría, sin mas.





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